FRANCISCO GREGORIO BILLINI sos ruegos a la Virgen y de la declaraci6n-de Eduardo, no volvi6 a sentir los access de la fiebre de ese amor que tanto mal le haba hecho. Ya no sonrojaba con la presen- cia de Engracia, ni sufria aquellas violentas sacudidas interiores cuando se hablaba de Enrique. Muchas veces se crey6 completamente curada. Sin embargo, jams pudo volver a conseguir la placida serenidad de su existencia; ella sinti6 siempre una profunda melancolia. En su coraz6n quedaba viva la cicatriz de esa herida, y en su alma el malestar de un vacio que nunca podia llenarse. Esa tarde habian hablado much las dos ami- gas; la una se iba para Santo Domingo en la madruga- da, y la otra fue a despedirse de ella. Cuando Engracia, con la profundisima tristeza que la agobiaba, acab6 de pronunciar aquellas palabras, que revelaban la desconfianza que existia en su Animo, de que una tempestad viniese a trastornar su viaje, Anto- fiita, cerrando la puerta de la calle, decia: -Dios ha de querer que no; el cielo esti claro: todo no ha de ser contratiempo.-Y despuis de un rato de silencio afiadi6: -No s6 por qu6 me di el coraz6n que hasta eso que dicen de Enrique es una mentira. -iAy! Antoiiita, yo no tengo esperanza; soy muy fatal,-murmur6 la joven con !a voz conmovida.-Voy a Santo Domingo por esa carta de mi madrina que te mostr6 y por el deseo de complacer a Eugenia Maria, que tanto me ha llamado. Por lo demis, da qu6 iria yo sino a renovar el dolor de mi desengafio? La pobre Engracia, que no podia declarar ni a su amiga, ni a nadie, el verdadero motivo de su viaje, se aprovech6 de la circunstancia de la carta que habia re- cibido de su madrina, en la cual, al participate la sen-