porte erguido, lo que contrastaba con sus maneras suaves y el modo lento de conversar, que hacia sin gesticulaci6n alguna, moviendo apenas la cabeza para dar 6nfasis a sus afirmacio- nes. Sus labios eran carnosos y denotaban una personalidad recia y sensual. Llevaba una blusa blanca, de mangas cortas, muy ajustada, que hacia resaltar los contornos de su busto. Era una rara mezela de masculinidad con rasgos femeninos muy salientes. Pensaba el professor que aquella mujer hacia tiempo que venia realizando un esfuerzo excepcional para ocul- tar su feminidad, y lo atribuy6 a las circunstancias que rodea- ban su vida: lucha contra el medio, esfuerzos terrible para defender su heredad, ella sola, impulsada por un orgullo de sexo y de raza que no le permitia ayuda y, como consecuen- cia, miedo, casi pavor, al matrimonio. Luego la soledad, el re- traimiento, la reclusi6n dentro de ella misma; las adversas peculiaridades de la Naturaleza, la Satiriasis contemplativao, como decia Vergara. Y, por dltimo, un afAn extreme por demos- trar agresividad, valor, fuerza muscular, caracter, para impo- nerse y hacerse respetar. Pero... en el fondo, una mujer sensi- ble, d6bil, expuesta a romperse en mil pedazos y caer vencida al menor choque violent y repentino de algo inusual que apa- reciera en su camino. -Siga usted -le dijo el profesor-. Me interest much oir su critical a mi libro. eO es acaso que to consider una obra trivial? -No -contest6 ella con aplomo-. Esta muy bien escrita y documentada. Quiero advertirle que mis conocimientos de lo que Ilamamos la civilizaci6n griega, son muy superficiales. Ape- nas lo que aprendi en el Liceo, en Marsella, de donde eran mis padres y donde hice el bachillerato, y alguna que otra lectura al azar. Hay, sin embargo, un punto en el que discrepo con usted. -Digamelo, por favor. -Les atribuye a los griegos de aquella 6poca un desarrollo mental, intellectual, que, a mi juicio, no tenian. No concibo que pudiesen career en augurios y presagios; que el vuelo o las entrafias de las aves fuesen pautas que rigieran su vida; que creyeran en orAculos y aceptaran que la voz de las pitonisas o sibilas era la de los dioses. Tenia que ser muy primitive la mente que aceptare como realidad lo que declarase una mujer enloquecida por el ayuno y la ingesti6n de yerbas estupefa- cientes en el temple de Delfos, de Delos, de Epidauro o de Cumas. En ese aspect eran verdaderos cavernarios. Y lo mis-