de regreso a la casa, Rosina le expres6 a la sefiora de Ver- gara su deseo de no dejar solo a Trigarthon. Queria volverse y despertarle. --Quieres que yo te acompafie? -le pregunt6 la sefiora de Vergara. Rosina Ie contest tomtndole la mano, en un gesto de agra- decimiento y amistad, y se volvieron. Al llegar frente a Tri- garthon, dste segufa dormido. La sefiora Vergara se alej6, discre- tamente. Rosina se arrodilI6, y tom6 entire las suyas una mano de Trigarthon. Este abri6 los ojos, sorprendido, y se incorpor6. Los brazos de Rosina lo recibieron dulcemente. -jAh, mon amour! Llkvame esta tarde a tu casa -le dijo, amorosamente, mientras Ie besaba y acariciaba su cabeza... Cuando liegaron a Anadel, la sefiora Vergara iba a decirle a su marido... Mas, este la contuvo, y tomandole las manos, susurr6 a sus oidos: -Todos lo saben, o lo sospechan, y nada dicen. Parece que la indiferencia y la tolerancia son leyes entire ellos. No vis- lumbran la tragedia que ensangrentarA el alma de ese pobre negro, cuando esa mujer satisfaga su lascivia, y lo arroje de su lado, como un guifiapo... --Qud podemos hacer para salvarlo? -Nada. Ya todo serA ingtil. En la tarde, el professor y el senior Vergara salieron a cami- nar por la playa. Primero fueron por detrAs del acantilado, para bajar hasta la pequefia ensenada de La Aguada, separada de Anadel por el promontorio de Punta Gorda, Apenas llevaban veinte minutes caminando, hacia el Oeste, como si se encami- naran a SamanA, cuando se encontraron repentinamente con Madeleine Chanac. Venia a caballo, con un pantal6n largo de dril azul y una blusa blanca de tela burda. Se detuvo al ver a los caminantes. Vergara se adelant6 presuroso a saludarla, extendi6ndole la mano. Ella permaneci6 tranquila, y despuds de desmontar acept6 la mano que le ofreci6 Vergara. Este hizo la presentaci6n al professor. Despuds de un moment de silencio, ella fue la primera en hablar, mirando fijamente al professor: -He leido su obra cLa Guerra de los Fil6sofosx. jHa escri- to otras?