PIZZICATO EN LA BAHIA El yate amaneci6 frente a Anadel. La madrugada era nu- blosa y la larga y blanca silueta de la embarcaci6n apenas podia distinguirse desde la costa. Comenzaban a arriar el ve- lamen. Desde el observatorio del kiosco el mayordomo segula las maniobras con un catalejo. La servidumbre esperaba en el muelle, con paraguas y capas impermeables. El barco estaba inm6vil. Luego se escuch6 el ruido de las mIquinas y de las helices y la elegant nave comenz6 a avanzar, lentamente, acer- candose a la costa. Todos segufan con atenci6n su lento nave- gar; se inmoviliz6 de nuevo y al fin echaron las anclas. La mar estaba tranquila y el silencio s61o era interrumpido por ei rui- do de las cadenas que anunciaban el descenso de los botes. El mayordomo baj6 al muelle. Ya los botes con los pasajeros navegaban hacia tierra. En ese moment cruzaba frente a la costa una canoa tripu- lada por una mujer, que remaba con gran vigor. El primer bote de motor que se acercaba a la orilla levantaba fuertes oleadas que hicieron tambalear a la canoa. La mujer, que se habia puesto de pie, estuvo a punto de perder el equilibrio. Luego sigui6 remando, alejandose de los botes que venfan des- de el yate, para evitar las marejadas. Se detuvo a cierta dis- tancia y poni6ndose de nuevo en pie mir6 largo rato el desem- barco de los pasajeros. Iba vestida con pantalones largos y en la cabeza lievaba un sombrero de cana. A no ser por el largo pelo que le caia sobre las espaldas, se le hubiera torado por un hombre. Luego reanud6 su camino, hacia Samand. Ayudados por los mariners del yate, cinco pasajeros baja- ron a tierra. Uno de ellos, que parecia ser el principal, salud6 a la servidumbre con un -movimiento de cabeza y una sonrisa. Al mayordomo le toc6 el hombro con su mano enguantada. Al ver al abogado Vergara, fue hacia 61 y le estrech6 la mano; a