que has tenido hasta ahora. El segundo mayordomo te darA la ropa que sea necesaria. No debes nunca dirigirte a los se- fiores, sino contestar cuando ellos te hagan preguntas. Tu de- ber es callar siempre. Habl6 lentamente, en ingl6s, acentuando cada palabra, y Trigarthon se complaci6 al darse cuenta de que lo compren- dia todo, a pesar de que, desde la muerte de su padre hacia diez afios, hablaba con su madre en espafiol. Solamente las oraciones las hacfan en ingl6s y los antiguos cantos del him- nario Metodista, que no habia vuelto a usar desde la muerte de su madre, y que habia dejado olvidado, allA, en su bohio. Todos estos pensamientos cruzaron velozmente por su mente, estando todavia el mayordomo frente a 61, esperando su res- puesta. Le contest en ingles, aceptando, y pidi6ndole permiso para ir a su casa por dos dias, a vender la vaca y el becerro. Cuando regres6, la casa estaba silenciosa. Cerca del muelle, que habia sido reconstruido, habian levantado una especie de caseta de observaci6n y un almacdn para guardar los botes. En la caseta encontr6 a un hombre alto, con polainas y casco de tela, recostado en un sill6n de playa, leyendo. Al verlo Ilegar en su cayuco y atracar al muelle, se puso en pie, rApida- mente, y Io detuvo, pregunt6ndole qud deseaba. Le contest dici6ndole su nombre y explicAndole que trabajaba en la casa. El hombre sonri6 y hablandole en inglis le dijo que podia ama- rrar el bote y subir, por el camino de atrAs, hasta su kiosco, en el fondo del patio. Al ascender por la empinada trocha, vol- vi6 la cabeza y vio que el ingl6s Io seguia con la mirada, luego 4ste le hizo una sefia cariflosa con la mano y se acomod6 de nuevo en su sill6n. La mente de Trigarthon era muy sana, pero no tanto como para no haberse dado cuenta de que aquel hom- bre era un policia extranjero, vestido de civil. Pudo advertir el bulto del rev61ver, debajo de la chaqueta, y la corta, pero ma- ciza fusta que Ilevaba en la mano, sujeta a la mufieca por una cadena casi imperceptible. Al Ilegar a su kiosco lo encontr6 cerrado con lave. Se qued6 perplejo un rato. Al poco sali6 de la casa uno de los sirvientes y le dijo que el mayordomo deseaba verlo. Acompa- fiado del sirviente entr6 en la casa. Todo habfa cambiado. El orden y el silencio eran extraordinarios. Tocaron en la puerta de una de las habitaciones de la plant baja y entraron. El sir- viente lo dej6. Era una especie de oficina y detras del escri- torio estaba el segundo mayordomo quien, sin saludarlo si- quiera le dijo: