cuerpo, como un complement de su existencia. Le queria asi, sereno a veces, furibundo otras, siempre hermoso y abierto como una flor. Ahora podia distinguir las blancas arenas del fondo, en la terrible profundidad de las aguas, pobladas con una extraordinaria multitud de peces y formas vivientes que se agitaban sin cesar y cuyos vivos colors irradiaban gloriosa- mente desde la profundidad de las aguas. iC6mo adoraba aquel mar, a pesar de las malas jugadas que se habia gastado con 61, cuando se producian los terrible temporales, las violentas turbonadas, en los meses de oto- fio! Aquella mansedumbre se convertia de repente en un in- fierno. El cielo y el mar adquirian stibitamente un color casi negro, que infundfa pavor. Las aguas rugian como si fuesen furiosos animals, mientras cafa una Iluvia violent y gruesa y reventaban los relimpagos y los rayos incendiAndolo todo par un instant con terrible fulgores. Varias veces habia su- frido los rigores de aquellas turbonadas, en pleno mar, solo en su cayuco, sin mas defense que su par de remos y el coraje de su pecho. Eran moments terrible que parecfan eternos y durante los cuales la Onica esperanza estaba en sus brazos, mientras el bote era juguete de las enfurecidas olas. Habia que hacerle frente a la embravecida masa de agua con la proa erguida, y subir, con la ola, para caer de nuevo en el' abismo, experimentando la sensaci6n de tocar el fondo. Y asi, hasta que Dios quisiera. Llegaban sin anunclarse, las terrible tur- bonadas. Duraban una hora, dos, y al volver la calma, salia de nuevo el sol, retornando todo a la normalidad, como si nada hubiera sucedido. Se sent, de repente, y agarrando fuertemente los remos comenz6 a avanzar, casi con furia, Ya Anadel se distinguia claramente, con su diminuta playa, cubierta de arenas blancas. Ya podia ver la casa, erguida sobre el cerro, coma una anciana temblorosa que agitara su enorme cuerpo al impulso de la brisa. A la izquierda, sobre la punta saliente del cerro, estaba la ruina del kiosco, que habia sido como un observatorio y desde el cual se dominaba toda la extension de la ensenada. Continuaba remando, con todo vigor, y el golpe repentino de la quilla en las arenas, le indic6 que habia llegado. Salt6 a tierra y amarr6 el cayuco en el ruinoso muelle, Mir6 a su alrededor. Oy6 los ladridos de un perro que se acer- caba. Despuds vio a un hombre que bajaba por la escalera de piedra. Sinti6 que se le oprimia el coraz6n... El Solitario del Mar acababa de perder su soledad.