RAMON MARRERO ARISTY Jo que hacen! Me vesti. Cuando asome a la puerta, todos hicieron silencio, a pesar de que ninguno quiso mirarme. Les mir6 e todos, erguirme cuan alto soy... ipero se me ahog6 el discurso y me fui sin decir palabra! Despues, jah! despu6s... iNadie 1o creerial Lo que me sucedi6 no 1o entenderia yo mismo de haberle ocurrido a otro. Experimentaba la sensaci6n que sen- timos cuando nos enfadamos injustamente o nos queja- mos sin raz6n. jEso sentia yo! Y lo repito, de haberle sucedido a otro, no lo hubiera comprendido. Una voz lejana me explicaba todo en forma que apagaba mi indignaci6n y aumentaba mi amargura. Las palabras venian suaves, explicitas, bajo la Illuvia que re- tozaba en los faroles: "Entiende, hombre, ientiendel --decia-. Arran- cate de la mente la injusticia, iEllos tienen raz6n! iQu6 hiciste? Su hija era hermosa y fresca como una flor. Tu eras un ser en la miseria, viruta pequefiita en el tor- bellino de la explotaci6n! Y una noche, te llevaste a la nifia hacia tu vida estrecha, Ileno de egoismo..." Las manos en los bolsillos del pantal6n, la solapa del saco levantada, el sombrero ajustado hasta las cejas, la espalda encorvada, bajo la Ilovizna marchaba yo. La voz seguia: "Ellos tienen raz6n. No son culpables de no tener ojos para ver lo que te convirti6 en un ser hurafio y gris ante su nifia, que se lanz6 a la vida confiado en ti iEl over se trag6 tu vida! Le pertenecias. Debiste saber que de ti no podias dar nada, porque todo lo tuyo --conciencia, cuerpo, coraz6n-, era del monstruo que ahoga a los hombres en la agonia del mas.