RAMON MARRERO ARISTY era una verdadera tortura para el central. Varias veces, mayordomos, colonos, contratistas y ajusteros de esos contornos, recibieron circulares estrictas prohibi&ndoles expedir alguna orden personal contra aquel ventorrillo. Y si algin pe6n insistia en hacer sus compras aIli, pres- cindiendo de los vales de la compafiia porque el duefio de la bodeguita Ie abriese un cr6dito, se le sefialaba co- mo desafecto al central y se le acorralaba, ejerciendo sobre B6 terrible presi6n. El mayordomo nunca se lo diria abiertamente, pero iya se cuidaria de darle trabajo! Hasta que al fin el pe6n, viendo que alli no ganaba un centavo, imposibilitado para pagarle cualquier pequefia suma al duefio de la bodeguita, arreglara su mochina y marchara hacia otra parte, al interior de la finca, donde la compaffia es eI inico comerciante que puede vender. El hombre se acaloraba narrando. -INo dejard que muera de hambre mi familiar, aunque mil centrales me odien y me acorralent -an-- zaba en tono de desafio. Y lo decia como quien se defiende ante un juez. Le oiamos sin comentar, porque asi convenia a nues- tra condici6n de bodegueros de la compafiia. En -se mo- mento un grupo de muchachos, probablemente hijos del viejo, correteaba en el interior de la casa. Fu6 casi a la hora de marcharnos cuando una mujer blanca, muy bella a pesar de sus cuarenta afios, habl6 de que se estaba colando cafe. Y poco despu6s entraba una joven a quien no habiamos visto, con cuatro tazas en un bandeja. No era blanca, ni yo lo hubiera querido, era una indiecita radiante, color de canela. A los tres asalt6 la sorpresa. Eduardo la mir6 con ojos desplayados y olvid6 el caf6. Valerio de casualidad