RAMON MARRERO ARISTY goneros, de capataces, y unos pocos, muy pocos, que cor- tarin caiia entire cocolos y haitianos. Unos trajeron bArtulos, mujeres, muchachitos de crecidos vientres, y algoin perro flaco. Los demis llega- ron solos, hamaca al hombro, con el pantal6n de fuerte- azul amarrado a las piernas como si hubiesen tenido que vadear un rio de escasa profundidad. Alli, en las carretas empenachadas de estacas, y ya fuera de la enramada donde se enmohecieron seis meses, cotorrea el haitianaje. En grupo aparte, los cocolos, cha- purreando ingles, parecen significarse como superiores. Los bueyes pacen tranquilamente la yerba del carril que se abre entire dos piezas de caiia, frente a la bode- ga; los carreteros los visitan, garrocha al hombro, con sus cuerdas de pita terciadas sobre el pecho y la espalda como cartucheras, y mientras reconocen los nudos, los llaman por sus nombres: -iMameyito! -iAy, ay, Mariposal -iOh, oh, Carasucia! -iTate quiet, Sangrijuela! Y les agarran los cuernos, les acarician las ancas y el cuello, como a viejos amigos, hablAndoles continua- mente como a personas. De toda la gente de la finca, ninguna tan interesante como los natives. Los mis, afluyeron en grandes cantida- des desde que se comenzaron las primeras tumbas, alli por eaios en que se abria la finca. Otros que antigua- mente fueron duefios de terrenos, quedaron como bra- ceros, despu6s de haber sido despojados de sus peque- fios funds. Los demas abandonaron sus conucos y vi-