RAMON MARRERO ARISTY Cuando el monstruo de hierro echa a andar, se es- tremece la tierra. La bestia resopla estrepitosamente. De sus costados el vapor sale en blancos surtidores que se es- fuman al instant; de su chimenea surge una nube ne- gra, a borbotones. iAllA va la bestia! Los hombres se agarran con una mano a los hierros de los vagones, y en la otra llevan el pan largo y la pequefia lata de seis sar- dinas que constituyen su ultima raci6n gratuita. Sus ha- rapos flotan al viento como banderas multicolores. Ahora e'r camino, y luego las estaciones. Los carros de la locomotora los van vomitando de chucho en chucho. Alli el mayordomo y el policia del batey esperan para recibirles de acuerdo con la list que les entrega el con- ductor. Cuentan, revisan y luego, echan la manada por delante para alojarla donde haya lugar. Hoy Ilegaron los de esta colonia. Son unos cien hombres retintos como cafe tostado. Sus rostros, que se me antojan fondos de calderos viejos, me parecen todos iguales alin a pequefia distancia. Viejo Dionisio y Cleto hicieron su distribucion en los barracones y en las casitas, como mejor pudieron. Y como me pareciera que las treinta viviendas del batey --ocupadas en su mayoria- resultaban pocas, pregunt4 at policia sobre el destiny que se le daria al excedente. -Vale -me dijo-. Eto negro se acomodan como ;aidina en lata. Mire: en aquei cuaitico que pa ut6 solo de seguro no aicanza, tengo metio die mafiese. 'iSe acomodan como saidinal", dijo Cleto, iy bien sabe lo que dijo! La zafra, cada vez que se anuncia en Las islas inglesas, en Haiti y aqui, enciende en miles de pechos la esperanza en tal forma, que a6n aquellos que una vez vinieron y se gastaron en los campos de caiia, a3 tuvieron amarguras, en seis meses de hambre y de