OVER unas palmas, inclinados sobre sus p&rtigos, como cafio- nes. Hay un bullicio enorme. Las mujeres, cuyos trajes de seda artificial resplandecen a la luz de las jumia- doras, han Ilegado del pueblo no ha much. Son tra- ficantes de amor que recorren la finca, acompafiadas por chulos jugadores de oficio, tras los pagos quincena- les, y se detienen donde quiera que haya mfsioa, fri- turas y ron. Una mulata se me acerca pidi6ndome, sin rodeos, que le compare algunos fritos de los que vende una vieja negra que frie del lado afuera. Eduardo fu6 con otra a un lugar apartado a brindarle un trago, y al ver c6mo las caderas de su compaiiera se mueven al andar, no puedo dejar de pensar que estas mujeres, a pesar de su hambre y de todo lo demAs, tienen buenas carnes. Mientras mi mujer engulle con notable avidez, al- guien me tira de la manga y con voz ronca pide: -jUn trago, bodeguero! Es un hombrecillo flaco a quien le faltan algunos dientes. Se ve claramente que es un despojo de la sifilis y el alcohol. Las mangas de su camisa se le enrollan, hechas jirones, en el antebrazo. -Es pa la muisica -explica, temiendo una nega- tiva. Le respond: -Dile al cantinero que te despache media botella por mi cuenta. Pero 61 tiene experiencia. No confia en nadie y dice con toda franqueza: -Venga ust6 mismo, que ese diache no sabe apre- ciar a la gente... iAdmirable! Marcho tras 61 y le dejo complacido. Un centenar de miradas services me queman el rostro.