RAMON MARRERO ARISTY --Pero ese haitiano me ha dicho ladr6n, y yo no tolero que nadie me insult! -fu6 mi alegato. Sin dar importancia a mis palabras, como no se les dA a las de un niiio, el viejo respondi6: -Dejese de pendej6 y aprenda a vivir en la finca. iQue le dijo ladr6n? iJ'a, carajo! iY c6mo se llama usti? Fue entonces cuando le dije mi nombre por prime- ra vez. Me respondi6 con despreocupaci6n: -Bueno, pu6 olvide su nombre. Aqui pa los do* minicanos ust6 se llama ladr6n, y pa lo s'aitiano vold. Ese e s'el nombre que nos dan a to lo s'empleado de la compaiia. ;No le haga caso a esa gente! Ya el haitiano estaba lejos y yo me sentia un poco corrido. Luego he aprendido lo que me explic6 en tan pocas palabras el viejo Dionisio, y comprendo que nadie me lo hubiera dicho tan sencillamente. Porque me he acostumbrado. Reconozco la inutilidad de encolerizarme con estos infelices, porque ellos hablan sin ningin sen- timiento de rencor o de maldad. Viven tan indefensos, han sido tan exprimidos, que ya no tienen energies. Si dicen "ladr6n', es no por ofender. Hablan por hablar y a veces sus duras palabras encierran adulaci6n. Se han compenetrado instintivamente -pero demasiado bien- de lo poco que significant ante los que estan por encima de ellos aqui. Tambi6n instintivamente, conocen a per- fecci6n su destino, y por experiencia saben el terrible mal que les traeria cualquier protest. De ese conven cimiento han hecho una filosofia. Resignadamente ellos dicen: -En la finca t6 son ladr6n. Roba el bodeguero, roba el pescador, roba la mayordomo, y yo ta creyendo