Las ocho de la maiiana. Me hallo en la puerta prin- cipal de la gran bodega del central azucarero, esperan- do la liegada del manager. Procuro, mientras tanto, recorder algo sobre este hombre a quien he visto muy pocas veces, a fin de di- rigirme a l1 en una form adecuada. Pero las cosas que he oido decir acerca de este magnate no son muy hala- gadoras. Se llama Mr. Robinson, tiene unos cincuenta afios que no aparenta. Es mis obeso que un tonel y segan dicen, tiene un humor de todos los diablos. Cu- yas son histories como esta: cuentan que hasta el asis- tente o segundo manager -un mister latinoamericano-, lleg6se un mozo en busca de trabajo. Segin me conta- ron, el muchacho tuvo la fortune de obtener del se- gundo una plaza en la tienda central. No se habia per- catado de ello Mr. Robinson, debido a su costumbre de no mirar ni saludar a quien no pertenezca a su raza --costumbre que practice hasta el extreme de que empleados que ilevan diez afios en su oficina, a su lado, no le han oldo decir "buenos dias"-, hasta que hallin- dose una mariana en la puerta de su despacho, asoma- do a la tienda, mirando a la gente que Ilegaba y salia, vi6 entrar al joven taconeando con unos zapatos muy a la 6ltima moda. Mir6le de pies a cabeza. Hal16 que tenia un talle muy largo, la cara lena de barros, la camisa deportiva y muy limpia... y al instant llam6 a mister Lilo --que asi se llama el asistente-. Cuando